Es la guerra… (Y no es un cuento)
Lecciones histéricas de Colombia.
Leer Primera parte: https://canal3sistemaenlinea.blogspot.com/2024/07/es-la-guerra-y-no-es-un-cuento.html
Segunda parte
Por: Luis Carlos Pulgarín Ceballos
Antes de retomar la
historia de Fulgencio Parra, permítanme el siguiente paréntesis para aclarar
contextos:
Es claro que había la
necesidad de que la américa latina, sometida al colonialismo español, se
liberara; y no pretendo restarle importancia a ese primer proceso de expulsión
del yugo invasor surgido en los diferentes territorios del nuevo continente;
pero hay que aceptar que el cacareado grito de “independencia” de 1810, al
menos en Colombia, fue un proyecto clasista, centralista y excluyente que solo
buscaba privilegios políticos para una clase criolla ilustrada y pudiente con
pretensiones de identidad europea dada la sangre que les corría por las venas (precisemos
que en Colombia la clase criolla estaba compuesta -en su origen-, por hijo o
hija de español con española nacido en territorio americano; luego: hijo o hija
de padres o madres españoles con padres o madres criollas, luego hijo o hija de
padres y madres criollas pero descendientes directos de españoles).
Esa élite criolla, privada
del ejercicio de la participación política en los altos cargos de gobierno
(decisión de los reyes españoles); pero no privados del disfrute de los
privilegios de las fortunas de sus padres; realmente no pensaban con sinceridad
en el lema de “libertad, igualdad y fraternidad” que imperó en la Revolución Francesa (uno de
los antecedentes que impulsó la valentía rebelde del proyecto independista); al
menos no para todos los habitantes de los territorios a independizar. En su proyecto político no estaban las masas
indígenas, las negritudes esclavizadas (incluso en muchas de sus casas
feudales), tampoco estaban en su horizonte emancipador los mestizos, mulatos,
zambos, pardos; masa poblacional pobre, compuesta por unas nuevas generaciones
étnicas originadas en la promiscuidad criminal de los conquistadores,
terratenientes y gobernantes españoles, que violaron mujeres indígenas y negras
para luego negar (en la mayoría de los casos) la paternidad correspondiente.
Tanto era el nivel
excluyente de esta primera “revolución” que incluso aquellos sectores criollos
de menor o nulo poder económico estaba por fuera del proyecto político con el
cual se pretendía reorganizar el territorio “independizado”; como lo demuestra
el hecho de que el único líder criollo, de bajo poder económico, que además sí
pensaba que la revolución debería ser construida con las masas pobres y
miserables, terminó en la cárcel condenado por sus mismos “hermanos” criollos
de revolución. Estamos hablando de José María Carbonell, el apodado “Chispero
de la revolución”, historia que nos merecería capítulo aparte, para no irnos
por un camino diferente a la historia de Fulgencio Parra que nos ocupa ahora y
con la cual queremos tratar de entender por qué, en tiempos del siglo XXI, los
pobres siguen siendo los que terminan peleando guerras ajenas; guerras de
quienes las crean, pero nunca entran al campo de batalla.
Así pues, Fulgencio Parra
fue uno de esos tantos excluidos, descendiente de mestizo con mulata, ambos
pobres; que en su infancia muchas veces comió tierra a falta de pan digno, y
que perdió, como ya dijimos a su padre, de tendencia política liberal, en otra
guerra.
Retomemos: Me voy a matar azules, le dijo Fulgencio
a su madre, dejándola en el embargo de la incertidumbre. Y se enlisto en el
ejército de los rojos.
Al ejército de los rojos
llegó Fulgencio. Quería un uniforme y un arma que lo autorizaran a matar
azules, quería vengar la muerte de su padre.
Perdió la cuenta de las
veces que disparó su fusil de dotación. Cada noche hacía la cuenta de los
posibles azules que habría matado, sin tener certeza, pues los únicos muertos
de los que tenía cuenta clara eran los rojos que caían a su lado cuando las
balas enemigas los alcanzaban.
Muertos azules y muertos
rojos encontraba día a día en el campo de batalla, muertos de lanza, muertos de
machete y cuchillo, muertos de bala de fusil; muertos de abandono en
descomposición. Y en los rostros sacrificados de los muertos azules, quiso
adivinar cuál de ellos podría haber sido el posible asesino de su padre, quería
terminar su guerra, pero debía estar seguro de que ya habría vengado la muerte
del padre.
Tantos rostros, tantos
gestos de terror ante la inminencia de la muerte, tantas cicatrices de miseria,
tantas arrugas que manifestaban desolación. Esos rostros de los azules eran tan
iguales a su rostro, al que fue el rostro de su padre, al rostro de los mismos
rojos. Y empezó a tener pesadillas con esa multitud de rostros, los rostros de
los muertos revisados con la ansiedad de encontrar al victimario de su padre,
los rostros de fatiga y desesperanza de sus compañeros rojos. Los rostros de
los mismos pobres de siempre, fueran rojos o azules, al final, rostros de la
misma clase sacrificada como carne de cañón en la guerra.
De súbito, una noche
despertó pensando que tenía que dar con el asesino de su padre, no podía seguir
sin saber si el victimario de su padre caía también, y que ese objetivo
perseguido no lo iba a lograr si seguía desde el ejército rojo; no, para
saberlo a ciencia cierta tenía que infiltrarse en el ejército azul, preguntar,
esculcar, descubrir con precisión. No iba a seguir siendo perseguido por tanto
rostro sin la certeza de saberse vengado. Así pues, a la madrugada de un día
cualquiera desertó del ejército rojo y se dio sus mañas para ser reclutado en
el ejército azul, donde -haciendo de tripas corazón por tener que relacionarse
con sus enemigos-, le dio continuidad a su proyecto de venganza.
Pero una cosa piensa el
burro y otra piensa quien lo está enjalmando: Ya enfilado en el ejército
enemigo, empezó a pensar que todos esos combatientes azules son tan iguales a
él y a tantos rojos, que igual están allí en el campo de batalla por hambre,
por instinto de venganzas iguales a la suya, y empieza a sentir que está en el
lugar equivocado, ya ni le importa saber si quien mató a su padre en esa guerra
pasada estaba vivo, o cayó muerto en otro combate, igual ya le parecía
imposible dar col él, el enemigo son todos los azules le decían en el ejército
anterior, el enemigo son todos los rojos le dicen en su nuevo ejército; no se
busca matar a nadie en particular, cae el que tiene que caer, el que estaba
destinado para morir ese día en el campo de batalla, llámese como se llame; la
venganza individual entonces empieza a perder sentido para él, ya no quiere
seguir más allí; esa guerra ya no es suya, tampoco de esa cantidad de
combatientes azules y rojos, descalzos, descamisados, tan hambrientos como
él; tan reclutados a la fuerza muchos,
por la necesidad de supervivencia otros, por venganzas equivocadas tantos…
Los días van y vienen, con
la única novedad de que siguen cayendo, en el campo de batalla, rojos y azules;
hasta que un día, los rojos le hacen una redada a los azules apresando a
varios. Y entre los capturados está Fulgencio, a quien sus ex compañeros rojos reconocen
como un traidor por pasarse al ejército enemigo. Entonces le hacen un consejo
verbal de guerra, y de ipso facto es condenado a muerte.
Frente al pelotón de
fusilamiento está Fulgencio Parra, será fusilado de manera inminente, por el ejército
que un día defendió su padre, al primer ejercito al que llegó él en busca de
una venganza sin sentido, en una guerra tan ajena para los pobres como él.
FIN.
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