domingo, 8 de septiembre de 2024

Es la guerra… (Y no es un cuento) - Segunda parte

 

Es la guerra…  (Y no es un cuento)

Lecciones histéricas de Colombia.


Leer Primera parte: https://canal3sistemaenlinea.blogspot.com/2024/07/es-la-guerra-y-no-es-un-cuento.html

Segunda parte

Por: Luis Carlos Pulgarín Ceballos

Antes de retomar la historia de Fulgencio Parra, permítanme el siguiente paréntesis para aclarar contextos:

Es claro que había la necesidad de que la américa latina, sometida al colonialismo español, se liberara; y no pretendo restarle importancia a ese primer proceso de expulsión del yugo invasor surgido en los diferentes territorios del nuevo continente; pero hay que aceptar que el cacareado grito de “independencia” de 1810, al menos en Colombia, fue un proyecto clasista, centralista y excluyente que solo buscaba privilegios políticos para una clase criolla ilustrada y pudiente con pretensiones de identidad europea dada la sangre que les corría por las venas (precisemos que en Colombia la clase criolla estaba compuesta -en su origen-, por hijo o hija de español con española nacido en territorio americano; luego: hijo o hija de padres o madres españoles con padres o madres criollas, luego hijo o hija de padres y madres criollas pero descendientes directos de españoles).  

Esa élite criolla, privada del ejercicio de la participación política en los altos cargos de gobierno (decisión de los reyes españoles); pero no privados del disfrute de los privilegios de las fortunas de sus padres; realmente no pensaban con sinceridad en el lema de “libertadigualdad y fraternidad” que imperó en la Revolución Francesa (uno de los antecedentes que impulsó la valentía rebelde del proyecto independista); al menos no para todos los habitantes de los territorios a independizar.  En su proyecto político no estaban las masas indígenas, las negritudes esclavizadas (incluso en muchas de sus casas feudales), tampoco estaban en su horizonte emancipador los mestizos, mulatos, zambos, pardos; masa poblacional pobre, compuesta por unas nuevas generaciones étnicas originadas en la promiscuidad criminal de los conquistadores, terratenientes y gobernantes españoles, que violaron mujeres indígenas y negras para luego negar (en la mayoría de los casos) la paternidad correspondiente.

Tanto era el nivel excluyente de esta primera “revolución” que incluso aquellos sectores criollos de menor o nulo poder económico estaba por fuera del proyecto político con el cual se pretendía reorganizar el territorio “independizado”; como lo demuestra el hecho de que el único líder criollo, de bajo poder económico, que además sí pensaba que la revolución debería ser construida con las masas pobres y miserables, terminó en la cárcel condenado por sus mismos “hermanos” criollos de revolución. Estamos hablando de José María Carbonell, el apodado “Chispero de la revolución”, historia que nos merecería capítulo aparte, para no irnos por un camino diferente a la historia de Fulgencio Parra que nos ocupa ahora y con la cual queremos tratar de entender por qué, en tiempos del siglo XXI, los pobres siguen siendo los que terminan peleando guerras ajenas; guerras de quienes las crean, pero nunca entran al campo de batalla.

Así pues, Fulgencio Parra fue uno de esos tantos excluidos, descendiente de mestizo con mulata, ambos pobres; que en su infancia muchas veces comió tierra a falta de pan digno, y que perdió, como ya dijimos a su padre, de tendencia política liberal, en otra guerra.

Retomemos: Me voy a matar azules, le dijo Fulgencio a su madre, dejándola en el embargo de la incertidumbre. Y se enlisto en el ejército de los rojos.

Al ejército de los rojos llegó Fulgencio. Quería un uniforme y un arma que lo autorizaran a matar azules, quería vengar la muerte de su padre.

Perdió la cuenta de las veces que disparó su fusil de dotación. Cada noche hacía la cuenta de los posibles azules que habría matado, sin tener certeza, pues los únicos muertos de los que tenía cuenta clara eran los rojos que caían a su lado cuando las balas enemigas los alcanzaban.

Muertos azules y muertos rojos encontraba día a día en el campo de batalla, muertos de lanza, muertos de machete y cuchillo, muertos de bala de fusil; muertos de abandono en descomposición. Y en los rostros sacrificados de los muertos azules, quiso adivinar cuál de ellos podría haber sido el posible asesino de su padre, quería terminar su guerra, pero debía estar seguro de que ya habría vengado la muerte del padre.

Tantos rostros, tantos gestos de terror ante la inminencia de la muerte, tantas cicatrices de miseria, tantas arrugas que manifestaban desolación. Esos rostros de los azules eran tan iguales a su rostro, al que fue el rostro de su padre, al rostro de los mismos rojos. Y empezó a tener pesadillas con esa multitud de rostros, los rostros de los muertos revisados con la ansiedad de encontrar al victimario de su padre, los rostros de fatiga y desesperanza de sus compañeros rojos. Los rostros de los mismos pobres de siempre, fueran rojos o azules, al final, rostros de la misma clase sacrificada como carne de cañón en la guerra.

De súbito, una noche despertó pensando que tenía que dar con el asesino de su padre, no podía seguir sin saber si el victimario de su padre caía también, y que ese objetivo perseguido no lo iba a lograr si seguía desde el ejército rojo; no, para saberlo a ciencia cierta tenía que infiltrarse en el ejército azul, preguntar, esculcar, descubrir con precisión. No iba a seguir siendo perseguido por tanto rostro sin la certeza de saberse vengado. Así pues, a la madrugada de un día cualquiera desertó del ejército rojo y se dio sus mañas para ser reclutado en el ejército azul, donde -haciendo de tripas corazón por tener que relacionarse con sus enemigos-, le dio continuidad a su proyecto de venganza.

Pero una cosa piensa el burro y otra piensa quien lo está enjalmando: Ya enfilado en el ejército enemigo, empezó a pensar que todos esos combatientes azules son tan iguales a él y a tantos rojos, que igual están allí en el campo de batalla por hambre, por instinto de venganzas iguales a la suya, y empieza a sentir que está en el lugar equivocado, ya ni le importa saber si quien mató a su padre en esa guerra pasada estaba vivo, o cayó muerto en otro combate, igual ya le parecía imposible dar col él, el enemigo son todos los azules le decían en el ejército anterior, el enemigo son todos los rojos le dicen en su nuevo ejército; no se busca matar a nadie en particular, cae el que tiene que caer, el que estaba destinado para morir ese día en el campo de batalla, llámese como se llame; la venganza individual entonces empieza a perder sentido para él, ya no quiere seguir más allí; esa guerra ya no es suya, tampoco de esa cantidad de combatientes azules y rojos, descalzos, descamisados, tan hambrientos como él;  tan reclutados a la fuerza muchos, por la necesidad de supervivencia otros, por venganzas equivocadas tantos…

Los días van y vienen, con la única novedad de que siguen cayendo, en el campo de batalla, rojos y azules; hasta que un día, los rojos le hacen una redada a los azules apresando a varios. Y entre los capturados está Fulgencio, a quien sus ex compañeros rojos reconocen como un traidor por pasarse al ejército enemigo. Entonces le hacen un consejo verbal de guerra, y de ipso facto es condenado a muerte.

Frente al pelotón de fusilamiento está Fulgencio Parra, será fusilado de manera inminente, por el ejército que un día defendió su padre, al primer ejercito al que llegó él en busca de una venganza sin sentido, en una guerra tan ajena para los pobres como él.

FIN.





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